domingo, 10 de febrero de 2019

Casi Campeones

Los Torneos Bonaerenses eran la actividad deportiva más importante a nivel juvenil de la Provincia de Buenos Aires. Cada disciplina tenía su campeonato, una especie de Juegos Olímpicos provinciales. Ofrecía, primero, una competencia municipal. Luego, una disputa a nivel regional entre los mejores de cada municipio, para depositar al ganador de esa última instancia directamente en una final en Mar del Plata. Una semana con todo pago, como si fueses un deportista de élite. A nosotros ir a Mar del Plata nos llenaba de ilusión.

Estudiabamos en la media 3 de Luis Guillón. Participabamos con el colegio en fútbol 11 y papi fútbol. Perdimos siempre durante los cinco años del secundario. Juntamos derrotas de todos los colores, frustración tras frustración, una tortura.

El último año no lo soportamos y le armamos la lista a Sergio Migueles, nuestro profesor de educación física.

Era un plantel de amigos, no todos los que estaban en la lista jugaban bien al fútbol. El objetivo era uno, Mar del Plata.

Con los “equipos competitivos” no habíamos ganado nada, ni siquiera llegábamos a la instancia regional. Era la última oportunidad.

Empezamos ganando, empezamos bien. El equipo, si mal no recuerdo, formaba con Bullón en el arco, Ezequiel, Mauro Orma alternando el medio, Diego y yo arriba. Un equipo digno, sin demasiadas luces. No nos sobraba nada.

Afuera teníamos a Dieguito, al Zurdo, a Mauro Quercia y a Mauro Bernachea (dos promesas) y Norberto Lanese, que su deporte era el Básquet.

La prueba de fuego fue un partido al mediodía en el Club Vecinal. Ganábamos fácil, la tribuna estaba llena de amigos y compañeros del secundario. Era la primera vez que el equipo jugaba con público.

Rescato dos momentos. El primero, una tijera que hice y se estrelló en el travesaño. No fue gol, pero estuvo muy bien todo el movimiento. Nunca fui bueno, pero si esa pelota entraba, si era gol, podía retirarme en paz con el fútbol.  Y el segundo momento fue el ingreso de Norberto Lanese al partido. Cuando Migueles lo mandó a calentar para entrar a un partido de fútbol, él se puso a tirar al aro con una pelota de papi.

Ganamos todos los partidos más por fuerza que por fútbol, los ganábamos por amigos.

Jugamos la final municipal en Los Toritos, un partido muy ajustado que ganamos. Fuimos los mejores a nivel municipal, nunca habíamos ganado esa instancia.

En los pasillos del colegio se hablaba de nuestra proeza, estábamos a un paso del sueño. Solo nos faltaba un escalón, el regional.

Nos tocó jugar la final regional en La Matanza. Nosotros representábamos a Esteban Echeverría, el cuadro se completaba con Ezeiza y la Matanza. ¡Fueron dos micros llenos de gente a alentarnos! ¡Dos tribunas llenas que gritaban por nosotros!

Jugamos primero contra Ezeiza. Pero no era un triangular normal, arrancamos perdiendo un sorteo fantasma que nos enfrentaba a los dos equipos. Pero para jugar el segundo partido, teníamos que ganar el primero. La Matanza, por ser local, solo jugaba con el ganador de Esteban Echeverría-Ezeiza. Un mamarracho.

Arrancamos mal y “nuestro Grondona” no hacía nada. Claro, ahora uno, más grande, piensa en todo lo que hubiese hecho. Pero bueno, en ese momento nadie dijo nada. Perdíamos 1 a 0 desde el escritorio.

Nuestro mayor problema fué el miedo, pánico escénico teníamos. No soportamos los dos micros llenos. Todo lo que habíamos logrado hasta ese momento por ser un equipo despreocupado, solitario, se transformó en presión. Estábamos cagados.

El partido con Ezeiza lo arrancamos perdiendo, nos hicieron un gol de carambola, de pavota. Eso nos desmoralizó.

Ellos tenían unos mellizos. Uno atajaba muy bien, un crack en el arco. El otro era del montón. En una jugada antes de que termine el primer tiempo echaron al arquero, al bueno. ¿Y que hicieron ellos? Si, exacto. El mellizo medio pelo, el jugador de campo, se calzó el buzo y los guantes. Le metimos algún gol antes de que termine la primera parte. Pero cuando salieron a jugar el segundo tiempo, el arquero era otra vez el crack. En el vestuario se habían cambiado el buzo. Y anda a reclamar… eran iguales. ¡Háganle análisis de sangre! ¡El que ataja es el que echaron! Nada, juegue.

En el entretiempo esperábamos una charla técnica que nos potencie, que nos haga creer en nosotros. No hubo charla, solo silencio, solo cabezas mirando el piso, y así salimos a jugar un segundo tiempo que perdimos desde el vestuario.

Diego Gerace afuera agitaba una tribuna que cantaba “Aplaudan Aplaudan no dejen de aplaudir, los goles de Climenti que ya van a venir”. Exagerado canto, pretencioso, lejos de la realidad. Los goles de Climenti nunca llegaron. Estaba muy nervioso. Tuve una posibilidad abajo del arco y no me decidí si pegarle con zurda o con  derecha, quedé clavado. Obvio, pasó el tren, pasó la pelota, pasó el defensor, todo pasó. No lo erré, porque nunca le pegué a la pelota.

Fue un momento de quiebre, un equipo partido, diezmado, sin respuestas futbolísticas.

Perdimos, otra vez. No llegamos a Mar del Plata. Los libros no pudieron contar la hazaña. Estuvimos muy cerca, fuimos casi campeones, casi héroes.

Al menos yo me desahogo y les cuento a ustedes esta historia atragantada.

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