martes, 9 de abril de 2019

Relato de una muerte

Me cambié, elegí la ropa con cuidado. Me puse una remera negra y un jean. Mientras me preparaba, pensaba en el momento que vendría. Fui solo, mi esposa y mis hijos estaban de viaje. Salí de casa, caminé hasta la parada y tomé el colectivo. Llegué volando, cómo pude, el viaje se me hizo corto. No tuve tiempo para nada. Ni bien me avisaron salí para el lugar. Estaba lleno de gente conocida, de amigos, de familiares cercanos, de parientes. En la puerta unas veinte o treinta personas. Adentro, otro tanto. Sus caras reflejaban tristeza y dolor. No sé por qué, pero sentí que tenía que estar ahí.

En la puerta lo vi a Andrés, solo, separado del resto. Manos en los bolsillos, fumando, con los ojos vidriosos, mirando el cielo cada tanto, largando una puteada al aire y preguntándose por qué. Hacía mucho que no fumaba, lo había dejado después de un susto en la madrugada del 2003. Me acerqué despacio, lo saludé y él sacudió la cabeza. No me contestó, entendí su dolor. Lo dejé solo y me alejé.

Apoyados contra la pared ví muchos conocidos, los saludé a lo lejos levantando la mano. Me di cuenta de que estaban ahí por compromiso. Cada vez que alguien se acercaba sus caras se acomodan a la situación. “Lo siento”, decian. Pero al instante siguiente seguían hablando y riendo como si estuvieran en la mesa de un bar. Me pregunto ¿que los lleva a estar ahí? Imagino que serían más felices sentados realmente en la mesa del bar, hablando del pase de Centurión o del gol en offside que hizo el 9 de Banfield. Los dejé con la mirada y seguí.

Cerca de la puerta del lugar vi a mi hermano, ido, llorando, con la mirada perdida. Había llorado mucho, me di cuenta. Su nariz estaba colorada, sus ojos hinchados. Estaba con el cansancio propio de quién llora toda la noche. Me acerqué y le pregunté qué pasaba, me intrigaba saber quién murió. Era un familiar, de eso estaba seguro, pero aún no sabía quién era. Mi hermano me miró con cara de sorpresa pero no conectamos. Miró como quien mira a la nada. Agachó la cabeza, se tomó el tabique con dos dedos a la altura de los ojos cerrados mientras tomó aire. Apoyé mi mano en su espalda para contenerlo, para que me sienta cerca. Decidí dejarlo solo, a veces es mejor ¿Qué se dice en esos momentos? Hay un manual de frases emotivas que pueden funcionar, pero opté por el silencio.

Se acercó alguien que no conozco y me preguntó:
- ¿Sabes qué pasó?
- Si murió alguien. No sé quién es, me llamaron y vine. Me dijeron que era alguien querido, de la familia.
-Si, seguro. Es alguien querido. Si no no se explica toda la gente que vino a despedirlo. ¿cómo te sentís? – preguntó el desconocido.
- Yo bien, - contesté con amabilidad - hay muchas personas que conozco y quiero. Me intriga saber qué pasó. Pero por alguna razón no me animo a entrar.
- Se nota que era una buena persona. Vení, vamos adentro.
- ¿Usted quién es?
- Mirá, en ocasiones todo lo que podemos hacer, lo hacemos. Pero a veces las cosas no están a nuestro alcance. Pasan y punto. No hay un porque.
- ¿Qué me quiere decir? No entiendo.
- No importa. Vamos, entremos.

La persona se metió en el lugar y lo seguí con extrema sorpresa. Él me resultaba familiar, pero no lograba reconocerlo. Era como mi papá, pero mucho mas viejo. Aunque no podía ser, mi papá había muerto hace tiempo. Seguramente era uno de esos parientes que viven en Cañuelas, pensé. De esos que no vemos seguido.

Caminamos juntos, entramos al lugar. El olor de las coronas se percibía muy fuerte. Siempre creí que es una tradición estúpida, nefasta. ¡¿A quien se le ocurre hacer ese tipo de arreglos florales para despedir a un muerto?! Además, hay muchas, es innecesario. La entrada estaba atestada de estas coronas. Todas con inscripciones que me tocaban de cerca; me movilizaban, me angustiaban. El olor era muy particular, las flores en su estado natural no tienen ese olor, es como si esas flores se amalgamaran con la situación y con el lugar, tenían olor a muerto. Todo en estos lugares tiene olor a muerto. Mi mañana a esa altura se tornaba al menos angustiante.

Caminamos por un pasillo largo y frío entre sollozos y suspiros. A medida que nos internábamos en el interior con mi maestro de ceremonias, veía que los rostros de las personas se volvían solemnes, dejaban ver el dolor y el respeto hacia el muerto.

Apoyada sobre una de las paredes cercanas a la cocina, ví una señora que me sonaba familiar, debia tener unos 90 años, quizá más. La creía muerta, se ve que me equivoqué. Su cara era muy arrugada, sus rulos color ceniza y su cabello corto. Era de estatura muy baja, con caderas de abuela.  Estaba vestida toda de negro y llevaba puesta una capelina del mismo color. Se la veía muy compungida. Me buscó con la mirada, apretó sus labios e hizo un gesto con su cabeza, sacudiéndola suavemente hacia los lados.

Mientras seguimos nuestra marcha, nos invadió el olor a café. Me gustaría estar en un bar, y sentir este mismo aroma acompañado de pan recién tostado. Prefería estar en el bar hablando del gol del 9 de Banfield con los de la puerta. Pero no, estaba en ese pasillo y el café no lograba imponerse a la muerte. Se mezclaba con el frío del mármol y el olor a claveles.

Caminamos lento, como en procesión hasta el final del pasillo. Todos se preguntaban qué pasó, como fue, por qué tan rápido. Cada uno daba su parecer sobre la muerte del desdichado.

Finalmente, llegamos a la última sala. Me detuve en la puerta. Adentro se escuchaban llantos, se sentía el dolor de un grupo de señoras mientras rezaban un rosario. Repetían el Ave María una y otra vez. La oración era un mantra que intentaba calmar el dolor del muerto, o el de los presentes, aún no lo sé. Me asomé y ví que el rito católico seguía con un cajón de cedro, finamente terminado, que depositaría al muerto en un descanso eterno. Sobre un costado, apoyada en la pared, esperaba la tapa de madera con un cristo crucificado y una placa que rezaba el nombre del protagonista, no llegué a leer el nombre con claridad. Detrás del cajón, unas luces tenues que simulaban ser velas. Todo era muy tétrico, una imagen horrible. Mi desconocido apoyó su mano en mi espalda y me dió ánimo para que termine de entrar, para que diera los últimos pasos.

Vi una madre de espaldas, sentada en una silla, recostada sobre el cajón. Estaba llorando con el peor dolor del mundo, acariciando la mano del muerto, era dolor de madre. Se notaba que hacía mucho tiempo que estaba en ese lugar y en esa posición. No me animaba a mirar quién estaba dentro del cajón.

Me acerqué a esa madre sin mirar el féretro. Me sorprendí cuando lo descubrí, se me cayó el mundo, era mi madre. La abracé fuerte y lloré con ella, le pregunté qué pasaba. Lloraba desconsolada.  Le volví a preguntar qué pasaba, levantó la mirada pero no me contestó. Sentí su dolor. Fue en ese momento cuando una extraña sensación me invadió. Ví las lágrimas caer por su rostro una y otra vez. La oración a Maria retumbaba en el aire y en el frio del mármol de las paredes. No me gustaban esos lugares, nunca iba. Era una imagen muy fuerte que prefería evitar.

Tomé valor y miré el féretro. Ahí estaba, tieso, con los dedos entrecruzados sobre su pecho, cubierto con una mortaja y volados blancos. Con la boca pegada para llevar los secretos a la tumba.

Mi anfitrión se acercó, palmeó mi espalda y me dijo: “ya es hora”. Con el rostro desencajado comencé a despedirme del lugar.

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