martes, 9 de abril de 2019

Relato de una muerte

Me cambié, elegí la ropa con cuidado. Me puse una remera negra y un jean. Mientras me preparaba, pensaba en el momento que vendría. Fui solo, mi esposa y mis hijos estaban de viaje. Salí de casa, caminé hasta la parada y tomé el colectivo. Llegué volando, cómo pude, el viaje se me hizo corto. No tuve tiempo para nada. Ni bien me avisaron salí para el lugar. Estaba lleno de gente conocida, de amigos, de familiares cercanos, de parientes. En la puerta unas veinte o treinta personas. Adentro, otro tanto. Sus caras reflejaban tristeza y dolor. No sé por qué, pero sentí que tenía que estar ahí.

En la puerta lo vi a Andrés, solo, separado del resto. Manos en los bolsillos, fumando, con los ojos vidriosos, mirando el cielo cada tanto, largando una puteada al aire y preguntándose por qué. Hacía mucho que no fumaba, lo había dejado después de un susto en la madrugada del 2003. Me acerqué despacio, lo saludé y él sacudió la cabeza. No me contestó, entendí su dolor. Lo dejé solo y me alejé.

Apoyados contra la pared ví muchos conocidos, los saludé a lo lejos levantando la mano. Me di cuenta de que estaban ahí por compromiso. Cada vez que alguien se acercaba sus caras se acomodan a la situación. “Lo siento”, decian. Pero al instante siguiente seguían hablando y riendo como si estuvieran en la mesa de un bar. Me pregunto ¿que los lleva a estar ahí? Imagino que serían más felices sentados realmente en la mesa del bar, hablando del pase de Centurión o del gol en offside que hizo el 9 de Banfield. Los dejé con la mirada y seguí.

Cerca de la puerta del lugar vi a mi hermano, ido, llorando, con la mirada perdida. Había llorado mucho, me di cuenta. Su nariz estaba colorada, sus ojos hinchados. Estaba con el cansancio propio de quién llora toda la noche. Me acerqué y le pregunté qué pasaba, me intrigaba saber quién murió. Era un familiar, de eso estaba seguro, pero aún no sabía quién era. Mi hermano me miró con cara de sorpresa pero no conectamos. Miró como quien mira a la nada. Agachó la cabeza, se tomó el tabique con dos dedos a la altura de los ojos cerrados mientras tomó aire. Apoyé mi mano en su espalda para contenerlo, para que me sienta cerca. Decidí dejarlo solo, a veces es mejor ¿Qué se dice en esos momentos? Hay un manual de frases emotivas que pueden funcionar, pero opté por el silencio.

Se acercó alguien que no conozco y me preguntó:
- ¿Sabes qué pasó?
- Si murió alguien. No sé quién es, me llamaron y vine. Me dijeron que era alguien querido, de la familia.
-Si, seguro. Es alguien querido. Si no no se explica toda la gente que vino a despedirlo. ¿cómo te sentís? – preguntó el desconocido.
- Yo bien, - contesté con amabilidad - hay muchas personas que conozco y quiero. Me intriga saber qué pasó. Pero por alguna razón no me animo a entrar.
- Se nota que era una buena persona. Vení, vamos adentro.
- ¿Usted quién es?
- Mirá, en ocasiones todo lo que podemos hacer, lo hacemos. Pero a veces las cosas no están a nuestro alcance. Pasan y punto. No hay un porque.
- ¿Qué me quiere decir? No entiendo.
- No importa. Vamos, entremos.

La persona se metió en el lugar y lo seguí con extrema sorpresa. Él me resultaba familiar, pero no lograba reconocerlo. Era como mi papá, pero mucho mas viejo. Aunque no podía ser, mi papá había muerto hace tiempo. Seguramente era uno de esos parientes que viven en Cañuelas, pensé. De esos que no vemos seguido.

Caminamos juntos, entramos al lugar. El olor de las coronas se percibía muy fuerte. Siempre creí que es una tradición estúpida, nefasta. ¡¿A quien se le ocurre hacer ese tipo de arreglos florales para despedir a un muerto?! Además, hay muchas, es innecesario. La entrada estaba atestada de estas coronas. Todas con inscripciones que me tocaban de cerca; me movilizaban, me angustiaban. El olor era muy particular, las flores en su estado natural no tienen ese olor, es como si esas flores se amalgamaran con la situación y con el lugar, tenían olor a muerto. Todo en estos lugares tiene olor a muerto. Mi mañana a esa altura se tornaba al menos angustiante.

Caminamos por un pasillo largo y frío entre sollozos y suspiros. A medida que nos internábamos en el interior con mi maestro de ceremonias, veía que los rostros de las personas se volvían solemnes, dejaban ver el dolor y el respeto hacia el muerto.

Apoyada sobre una de las paredes cercanas a la cocina, ví una señora que me sonaba familiar, debia tener unos 90 años, quizá más. La creía muerta, se ve que me equivoqué. Su cara era muy arrugada, sus rulos color ceniza y su cabello corto. Era de estatura muy baja, con caderas de abuela.  Estaba vestida toda de negro y llevaba puesta una capelina del mismo color. Se la veía muy compungida. Me buscó con la mirada, apretó sus labios e hizo un gesto con su cabeza, sacudiéndola suavemente hacia los lados.

Mientras seguimos nuestra marcha, nos invadió el olor a café. Me gustaría estar en un bar, y sentir este mismo aroma acompañado de pan recién tostado. Prefería estar en el bar hablando del gol del 9 de Banfield con los de la puerta. Pero no, estaba en ese pasillo y el café no lograba imponerse a la muerte. Se mezclaba con el frío del mármol y el olor a claveles.

Caminamos lento, como en procesión hasta el final del pasillo. Todos se preguntaban qué pasó, como fue, por qué tan rápido. Cada uno daba su parecer sobre la muerte del desdichado.

Finalmente, llegamos a la última sala. Me detuve en la puerta. Adentro se escuchaban llantos, se sentía el dolor de un grupo de señoras mientras rezaban un rosario. Repetían el Ave María una y otra vez. La oración era un mantra que intentaba calmar el dolor del muerto, o el de los presentes, aún no lo sé. Me asomé y ví que el rito católico seguía con un cajón de cedro, finamente terminado, que depositaría al muerto en un descanso eterno. Sobre un costado, apoyada en la pared, esperaba la tapa de madera con un cristo crucificado y una placa que rezaba el nombre del protagonista, no llegué a leer el nombre con claridad. Detrás del cajón, unas luces tenues que simulaban ser velas. Todo era muy tétrico, una imagen horrible. Mi desconocido apoyó su mano en mi espalda y me dió ánimo para que termine de entrar, para que diera los últimos pasos.

Vi una madre de espaldas, sentada en una silla, recostada sobre el cajón. Estaba llorando con el peor dolor del mundo, acariciando la mano del muerto, era dolor de madre. Se notaba que hacía mucho tiempo que estaba en ese lugar y en esa posición. No me animaba a mirar quién estaba dentro del cajón.

Me acerqué a esa madre sin mirar el féretro. Me sorprendí cuando lo descubrí, se me cayó el mundo, era mi madre. La abracé fuerte y lloré con ella, le pregunté qué pasaba. Lloraba desconsolada.  Le volví a preguntar qué pasaba, levantó la mirada pero no me contestó. Sentí su dolor. Fue en ese momento cuando una extraña sensación me invadió. Ví las lágrimas caer por su rostro una y otra vez. La oración a Maria retumbaba en el aire y en el frio del mármol de las paredes. No me gustaban esos lugares, nunca iba. Era una imagen muy fuerte que prefería evitar.

Tomé valor y miré el féretro. Ahí estaba, tieso, con los dedos entrecruzados sobre su pecho, cubierto con una mortaja y volados blancos. Con la boca pegada para llevar los secretos a la tumba.

Mi anfitrión se acercó, palmeó mi espalda y me dijo: “ya es hora”. Con el rostro desencajado comencé a despedirme del lugar.

viernes, 5 de abril de 2019

¿Cómo lo van a criticar a Messi?

Me duele cuando lo critican a Messi. 
¿Cómo van a criticar a alguien que fue partícipe de la hazaña de jugar tres finales? 

Estimado lector, si usted es de esos, estamos en veredas opuestas y le voy a decir porqué. 

Usted lo critica porque él hace lo que usted siempre quiso y no le sale, no puede.

Discúlpeme por ser tan crudo en el relato. Pero ni siquiera usted es un Messi en la oficina, o en el bar o en dónde quiera que trabaje. ¿O acaso usted me va a decir que es el rey del excel? ¿Está seguro de que sus compañeros corean su nombre en los almuerzos? Déjeme darle una respuesta acertada, no. Nadie le festeja nada. 

Sepa que a Messi si le festejan su sola presencia cuando entra a un estadio con 60 mil o 70 mil personas y entonces él saca a bailar a la pelotita. La lleva para acá, la lleva para allá, la esconde, la muestra, acelera, frena y engancha. El hace adentro de una cancha lo que usted no puede hacer ni en la oficina. Rompe récords, uno tras otro. Se mete en la historia y lo comparan con Maradona. Si con Diego, con el mejor jugador de todos los tiempos. Son dos extraterrestres y son argentinos. Pero usted me los critica. 

Ahora dígame ¿Que tren se toma para ir al trabajo? ¿El Mitre? ¿El Sarmiento? ¿el Roca? ¿En hora pico? Ahí, cuando en el vagón revienta de calor humano, cuénteme, ¿corean su apellido? ¿Le piden fotos? ¿Todos se le cuelgan del cuello con el celular para intentar una selfie? Ah, ¿no? ¿No pasa nada de eso? Igual no se ponga mal, era previsible. Usted es del montón, como yo. 

Bueno, le cuento, cuando Messi pone un pie en el césped de cualquier estadio del mundo, la cancha se viene abajo. ¡La gente paga para verlo! Así como usted paga la canchita el fin de semana para poder jugar con sus amigos, a él le pagan una fortuna por clavar la pelota en un ángulo, por hacer goles de otro planeta, por darle felicidad a hinchas propios y ajenos o por picarsela al arquero, como lo hizo en aquel mundial contra México, ¿se acuerda?.

Leo Messi es el jugador con más títulos en la historia del Barcelona: 10 Ligas, 4 Champions, 6 Copas del Rey, 8 Supercopas de España, 3 Supercopas de Europa y 3 Mundiales de Clubes. En 2012, con 25 años, había convertido 91 goles en la temporada.

Messi hoy es el mejor ser humano en el planeta que interpreta y ejecuta el fútbol. Hace cosas y resuelve situaciones en milésimas de segundos. Lleva vivo el potrero en él y por eso en el mundo se vuelven locos. Porque a través de Messi se dan una idea de cómo se juega en esos potreros. Lo ví a Messi hacer lo mismo que hacía Diego. Gambetear a medio equipo y hacer el gol. Ganó Champions, Ligas, Copas, Balones de Oro y cuánto premio pueda imaginar. Si, seguro me va a decir que no ganó un mundial, que con la selección no ganó nada. Déjeme decirle que también se equivoca, ganó una medalla de Oro con la Selección en las Olimpiadas de 2008. Pero bueno, seguramente.me va a decir que esa competencia no cuenta. Que lo que vale es el mundial. Yo ví por la tele como la miraba en Brasil, cómo le dolió que se le escapara. La tuvimos ahí, cerquita. Y digo "la tuvimos" porque yo soy de los que quiere que Messi gane. Le cuento, iba a ser una hazaña ganar la Copa del Mundo en tierras cariocas. Pero no se dió, el fútbol es asi. Un pibe que usted no conocía, no sabía que existía, hace un gol faltando 5 minutos para que decida la suerte y te quedas afuera de todo. Lo vi a Messi conmovido mirar esa Copa del mundo.

Ahora escúcheme. Se viene la Copa America 2019, compañero,. Así que hágame un favor: cada vez que a usted se le crucé por la cabeza putear a Messi, acuérdese de que a él le pagan una fortuna por hacer algo que usted no puede.

domingo, 10 de febrero de 2019

Casi Campeones

Los Torneos Bonaerenses eran la actividad deportiva más importante a nivel juvenil de la Provincia de Buenos Aires. Cada disciplina tenía su campeonato, una especie de Juegos Olímpicos provinciales. Ofrecía, primero, una competencia municipal. Luego, una disputa a nivel regional entre los mejores de cada municipio, para depositar al ganador de esa última instancia directamente en una final en Mar del Plata. Una semana con todo pago, como si fueses un deportista de élite. A nosotros ir a Mar del Plata nos llenaba de ilusión.

Estudiabamos en la media 3 de Luis Guillón. Participabamos con el colegio en fútbol 11 y papi fútbol. Perdimos siempre durante los cinco años del secundario. Juntamos derrotas de todos los colores, frustración tras frustración, una tortura.

El último año no lo soportamos y le armamos la lista a Sergio Migueles, nuestro profesor de educación física.

Era un plantel de amigos, no todos los que estaban en la lista jugaban bien al fútbol. El objetivo era uno, Mar del Plata.

Con los “equipos competitivos” no habíamos ganado nada, ni siquiera llegábamos a la instancia regional. Era la última oportunidad.

Empezamos ganando, empezamos bien. El equipo, si mal no recuerdo, formaba con Bullón en el arco, Ezequiel, Mauro Orma alternando el medio, Diego y yo arriba. Un equipo digno, sin demasiadas luces. No nos sobraba nada.

Afuera teníamos a Dieguito, al Zurdo, a Mauro Quercia y a Mauro Bernachea (dos promesas) y Norberto Lanese, que su deporte era el Básquet.

La prueba de fuego fue un partido al mediodía en el Club Vecinal. Ganábamos fácil, la tribuna estaba llena de amigos y compañeros del secundario. Era la primera vez que el equipo jugaba con público.

Rescato dos momentos. El primero, una tijera que hice y se estrelló en el travesaño. No fue gol, pero estuvo muy bien todo el movimiento. Nunca fui bueno, pero si esa pelota entraba, si era gol, podía retirarme en paz con el fútbol.  Y el segundo momento fue el ingreso de Norberto Lanese al partido. Cuando Migueles lo mandó a calentar para entrar a un partido de fútbol, él se puso a tirar al aro con una pelota de papi.

Ganamos todos los partidos más por fuerza que por fútbol, los ganábamos por amigos.

Jugamos la final municipal en Los Toritos, un partido muy ajustado que ganamos. Fuimos los mejores a nivel municipal, nunca habíamos ganado esa instancia.

En los pasillos del colegio se hablaba de nuestra proeza, estábamos a un paso del sueño. Solo nos faltaba un escalón, el regional.

Nos tocó jugar la final regional en La Matanza. Nosotros representábamos a Esteban Echeverría, el cuadro se completaba con Ezeiza y la Matanza. ¡Fueron dos micros llenos de gente a alentarnos! ¡Dos tribunas llenas que gritaban por nosotros!

Jugamos primero contra Ezeiza. Pero no era un triangular normal, arrancamos perdiendo un sorteo fantasma que nos enfrentaba a los dos equipos. Pero para jugar el segundo partido, teníamos que ganar el primero. La Matanza, por ser local, solo jugaba con el ganador de Esteban Echeverría-Ezeiza. Un mamarracho.

Arrancamos mal y “nuestro Grondona” no hacía nada. Claro, ahora uno, más grande, piensa en todo lo que hubiese hecho. Pero bueno, en ese momento nadie dijo nada. Perdíamos 1 a 0 desde el escritorio.

Nuestro mayor problema fué el miedo, pánico escénico teníamos. No soportamos los dos micros llenos. Todo lo que habíamos logrado hasta ese momento por ser un equipo despreocupado, solitario, se transformó en presión. Estábamos cagados.

El partido con Ezeiza lo arrancamos perdiendo, nos hicieron un gol de carambola, de pavota. Eso nos desmoralizó.

Ellos tenían unos mellizos. Uno atajaba muy bien, un crack en el arco. El otro era del montón. En una jugada antes de que termine el primer tiempo echaron al arquero, al bueno. ¿Y que hicieron ellos? Si, exacto. El mellizo medio pelo, el jugador de campo, se calzó el buzo y los guantes. Le metimos algún gol antes de que termine la primera parte. Pero cuando salieron a jugar el segundo tiempo, el arquero era otra vez el crack. En el vestuario se habían cambiado el buzo. Y anda a reclamar… eran iguales. ¡Háganle análisis de sangre! ¡El que ataja es el que echaron! Nada, juegue.

En el entretiempo esperábamos una charla técnica que nos potencie, que nos haga creer en nosotros. No hubo charla, solo silencio, solo cabezas mirando el piso, y así salimos a jugar un segundo tiempo que perdimos desde el vestuario.

Diego Gerace afuera agitaba una tribuna que cantaba “Aplaudan Aplaudan no dejen de aplaudir, los goles de Climenti que ya van a venir”. Exagerado canto, pretencioso, lejos de la realidad. Los goles de Climenti nunca llegaron. Estaba muy nervioso. Tuve una posibilidad abajo del arco y no me decidí si pegarle con zurda o con  derecha, quedé clavado. Obvio, pasó el tren, pasó la pelota, pasó el defensor, todo pasó. No lo erré, porque nunca le pegué a la pelota.

Fue un momento de quiebre, un equipo partido, diezmado, sin respuestas futbolísticas.

Perdimos, otra vez. No llegamos a Mar del Plata. Los libros no pudieron contar la hazaña. Estuvimos muy cerca, fuimos casi campeones, casi héroes.

Al menos yo me desahogo y les cuento a ustedes esta historia atragantada.

miércoles, 30 de enero de 2019

Letras, palabras y textos

Tac, tac, tac, tac. Sonaba en mi casa una vieja máquina de escribir, me fascinaba. No podía entender cómo era que golpeando una tecla, subía una varilla de metal que imprimía una letra en un papel que descansaba sobre el rodillo. Les juro que me daba mucha curiosidad. ¿Pero como puede ser? ¿Cómo funciona?

Durante las tardes, cuando todos dormían la siesta, agarraba la máquina de escribir y analizaba su funcionamiento. Con mucho cuidado separaba la cinta con la tinta, levantaba las varillas con letras, veía cómo si levantaba una de las varillas bajaba la correspondiente tecla, era mágico. Mecánica pura. Se me dibujaba una sonrisa cuando esto sucedía, todo un descubrimiento.

A veces intentaba levantarla y llevarla a otro lado. Era imposible, pesaba muchísimo. Más para un nene de ocho o diez años.

Cuando fui más grande, jugaba a escribir. Le pegaba fuerte a las teclas para que la letra quede bien marcada. Tac, tac, tac, tac. Me gustaba formar palabras. Cuando una letra quedaba marcada suave en el papel, volvía el rodillo hacia atrás con la tecla de retroceso y escribía nuevamente la letra sobre la ya impresa, así la tinta la marcaba mejor.

Un día mi tía Coca me vió y me preguntó: 

- ¿que haces, Luisito? - Escribo una nota. ‪Contesté.

Ella trabajaba en el Ferrocarril, pasaba gran parte de su dia rodeada de muebles de madera ferroviaria antigua y compartiendo el café con una de estas maquinas. 

- ¿queres probar? Le pregunté.

- A ver si me acuerdo... Me dijo mientras se sonrió. 

Se sentó, puso su espalda recta en la silla y empezó a teclear a una velocidad que me asombraba. Si bien no utilizaba todos los dedos, era muy rápida escribiendo. Me gustaba la velocidad y la fuerza que le imprimía a cada tecla.

Un día, el trasto desapareció. Seguramente mi mamá lo regaló o lo vendió por unos pocos pesos. Siempre fantaseo con comprar una máquina de escribir antigua para tenerla en casa. Aunque, pensándolo bien, no me serviría de mucho.

Parece mentira, pero las letras, las palabras y los textos, ya eran importantes en mi vida. Aún cuando no lo sabía.

sábado, 5 de enero de 2019

El día que casi veo a los Reyes Magos


La oportunidad era solo una, después había que esperar hasta el otro año. Siempre me pasaba lo mismo, al final me quedaba dormido. Cuando me despertaba ya estaban los regalos. Entonces tenía que esperar un año, otra vez.

Cuando era chico sentía que podía ver a los Reyes Magos. Con Papá Noel era distinto, no tenía esperanzas de verlo. Era uno solo, había mucha gente, ruidos, algún pariente que iba a sacar una bebida de la heladera, todos iban y venían, comida para acá, comida para allá, el tipo que venía a las doce. Era difícil. Alguien me puede decir que es más fácil, porque viene con un trineo lleno de Renos. Bueno, si, está bien, es verdad. Pero para mi lo dejaba estacionado por ahí y hacía el recorrido caminando. Pero con los Reyes era otra cosa, lo creía posible. Sentía que verlos dependía en gran parte de mí, solo tenía que esperarlos despierto. No había gente, éramos ellos y yo en medio de una noche silenciosa.


Ese día estaba decidido, los iba a esperar y por fin los iba a ver. Además, venían con los camellos. Yo pensaba “¿Como no voy a ver tres camellos? ¡Son enormes!” Había visto unos en el zoológico y realmente eran inmensos, aunque los del zoológico eran de una sola joroba. Me dijeron que los camellos de los Reyes Magos tenian dos jorobas y eran un poco más grandes. Más a mí favor, los tengo que ver. Se me puede escapar el negro Baltazar en la oscuridad, pensé, pero con la ropa de colores igual lo tengo que ver.
Esa noche los podía sorprender mientras me dejaban el regalo. Eran tres Reyes Magos, tres camellos, más las bolsas de regalos. Un quilombo bárbaro en el patio trasero de casa. Era "la oportunidad".

Preparé el pasto, corte mucho, lo puse en una palangana violeta de plástico que había en mí casa. No estaba seguro de usarla, porque si uno de los camellos la pisaba y la rompía, mí mamá seguro me iba a decir algo. Siempre la usaba para poner la ropa para colgar, pero me arriesgué. Los camellos siempre fueron muy cuidadosos, nunca rompieron nada. En otro balde grande con manija puse el agua. A la ofrenda le sumé mis zapatillas topper blancas, la carta y listo.

Dejé todo en el patio de atrás de casa, en el mismo lugar donde intentaba cazar pajaritos. A ellos los veía, aunque nunca agarré ni uno. Les ponía el alpiste que le robaba a mi abuelo, acomodaba una caja de cartón levantada de un costado con un palito y un hilo atado al palo. En ese lugar ahora estaba poniendo las cosas para los Reyes. Esa noche me quedé despierto, vigilando desde la ventana de la que tiraba del hilo cuando cazaba.

Mí papá se acercó y me dijo: “¿Que hacés? ¿Los querés ver? Mirá que es difícil, no te olvides que son Magos.” Lo miré y le dije que si, que me iba a quedar ahí, toda la noche en silencio hasta que vengan. Él se sonrió, me acarició la cabeza y me dijo "Bueno, yo me voy a dormir."
Apagué todas las luces y me quedé esperando. No sé cuánto tiempo pasó, pero al final me dormí. Amanecí en mí cama. Cuando me desperté, sobresaltado, salí corriendo hacia mí puesto de guardia en la ventana. Me asomé y estaban los regalos. ¡No! ¡otra vez no!
Los camellos se habían tomado el agua, habían comido el pasto y por suerte no habían roto la palangana violeta de mí mamá. Eso me daba tranquilidad.


El único problema es que iba a tener que esperar otro año. Pero, al menos, tenía tiempo para pensar mejor el plan.

viernes, 4 de enero de 2019

Prefiero no cruzarme con una Araña

¿Te lleno la pileta del lavadero? Te baño ahí ¿Querés? Me dijo mi mamá una noche de mucho calor. Debo reconocer que la idea me encantó. Yo tendría unos cinco o seis años, no lo recuerdo con exactitud. Tampoco recuerdo con exactitud si fue mi mamá o alguna de mis hermanas mayores la que me propuso el baño de inmersión. Lo que si me acuerdo es la imagen de la araña.
El recuerdo me vino anoche, después de bañarme. Salí mojado y desnudo de la ducha, agarré un toallón para secarme y salió de entre los pliegues del toallón una araña de unos tres centímetros de diámetro. Patas finitas y largas, cuerpo oscuro y bastante grande, un bicho respetable, de proporciones que requieren de cierto estado de alerta.

Desde la visión de la araña seguramente yo le representaba un peligro peor, pero la descripción del mundo la escriben los humanos, así que yo digo que la araña que salió de entre los pliegues del toallón era grande y santo remedio.

El destino del bicho fue un zapatillazo, un poco por prejuicio y otro por seguridad, mira si la muy turra me picaba, o picaba a alguno de mis hijos. Ya no fue honesta con esa actitud de esconderse en un toallón, justo antes de que yo lo use para secarme, ¿Cuál era el fin? ¿Se ocultaba por algo? ¿Que tenía que esconder?

La araña de anoche me recordó aquella de la pileta del lavadero, un piletón de cemento, de los de antes, con los bordes principales redondeados. De esos que las abuelas usaban para lavar la ropa, fregándola contra la tabla de madera. Esta pileta que les cuento era lo suficientemente amplia como para que un nene cupiera cómodo en su interior
Me pararon en un tacho amarillo dado vuelta y me sacaron toda la ropa. Primero la remera, estoy seguro que costó sacar la cabeza. Siempre cuesta sacar la cabeza de los nenes por el agujero de las remeras,  hay que hacer un poco de fuerza.  Aparentemente vienen con ese agujero más chico. Después me sacaron el shorcito y el calzoncillo.
Ya desnudo, me abrazaron, y me levantaron para meterme dentro de mi jacuzzi. Pero ahí estaba ella, para mí una tarántula. Una araña de proporciones épicas, como salida de un cuento de ciencia ficción. Era marrón muy oscuro, casi negra. Tenía las patas largas, llenas de pelitos. Estaba paradita en el agujero del desagote, quieta, expectante. Esperando a su presa, un nene desnudo por bañarse. Claramente no entrábamos ahí los dos, mi cara de espanto lo decía todo.
- "Yo ahí no entro".
Me dejaron en el piso y la mataron poniendo el tapón, quedó atrapada en el desagote. Era tan grande que las patas sobresalían de la circunferencia uno o dos centímetros.
- "Listo, ya está. Metete” Me dijeron.

"Ni loco me meto ahí” pensé yo. ¿Mirá si no se murió? Mirá si esa araña tiene superpoderes, levanta el tapón y me pica. Porque estoy seguro de que está enojada porque la atraparon. Yo no entro ni loco, metete vos si sos valiente. ¿Por qué tengo que ser yo el que comparta el espacio con ese bicho?

Entonces ahí sacaron el tapón, sacaron la araña, pusieron el tapón y empezaron a llenar el piletón nuevamente.

Asi, como se escriben las grandes hazañas, les cuento que pude salir del baño sin tanto orgullo. Porque pensandolo bien, al fin de cuentas, mi reacción fue puro prejuicio.


Miguel “el Chango” García vuelve a los escenarios

El compositor y cantante Miguel García presentará su música solista por primera vez en Gibson Bar, Macias 589, Adrogué, Buenos Aires. La ci...