La historia se
remonta a 1997. Román nos anotó en un torneo de fútbol en Nuñez, se enteró porque su primo conocía al organizador. Nuestro equipo de barrio no tenía camisetas y el torneo relámpago ofrecía
once casacas como premio al ganador. Comenzamos nuestro viaje. Tren a
Constitución, subte C a Retiro y de ahí el tren Mitre a Núñez. ¡Y después había
que jugar! Pero llegamos y no había nadie.
“¿Estás seguro de que era acá?“
Le pregunté a Román. “Si, es La dirección que me paso mí primo”. Esperamos una
hora pero nada. El Turco, áspero número dos y capitán del equipo, estaba
molesto “Ya está, viejo. Nos vamos” dijo. Justo llegó el primo de Román que
vivía ahí cerca, creo que en Belgrano. “¡Perdoname, Román! ¡Llamé por teléfono
a tú casa y me dijo tú vieja que ya te habías ido! Se suspendió esto…”.
¡Nos queríamos morir! ¡Todo un
viaje para nada! Los ánimos estaban caldeados y era obvio, a nadie le gusta
madrugar un domingo.
“No se hagan problema, muchachos
- dijo nuestro organizador fallido - Hablé con el Ruso y él nos hace partido por
plata; así arriman a las camisetas. Ellos están acá en Capital, cerca de la
cancha de San Lorenzo”. El equipo casi completo aceptó esa locura. No teníamos
con que pagar si perdíamos, pero el primo de Román nos prestaba unos
pesos si el resultado no nos favorecía.
Caminamos un poco y nos tomamos
el colectivo 42 hacia el bajo Flores. Llegamos, buscamos la dirección de la
cita y ahí estaba el Ruso, nuestro anfitrión. “Vengan por acá” nos dijo con cara de pocos amigos.
Empezamos a caminar mientras las veredas se achicaban hasta desaparecer. Casas
precarias de dos o tres pisos, pasillos angostos y paredes sin revocar. Gente que iba y venía. Ese era
el paisaje de nuestro desafío. En el medio de todas esas casas se abría un
pulmón para darle lugar a la canchita. Estábamos en La villa del bajo Flores. Mamita. Lo miro al Turco y le digo “Si perdemos acá, nos matan, no
tenemos para pagar. Y si ganamos, también nos matan. De acá no salimos".
Nos acomodamos para jugar y se
empezó a llenar de público. Éramos visitantes y así lo sentíamos. Hasta el árbitro era de ellos.
Eran dos tiempos de 30 minutos y el ganador se llevaba trescientos pesos. A
nosotros nos hacían falta, pero era una parada complicada.
De una de las casas linderas
levantaron una chapa, apareció una ventana y ahí se armó el buffet. El humo y
el olor a choripán de la parrilla se metían en la cancha. Nos desconcentrábamos
aún más. ¡Teníamos un hambre!
Me acuerdo que arrancó el partido
y los nervios nos traicionaron, empezamos perdiendo. Un error de nuestro
arquero sentenciaba el 0-1. Ellos no eran buenos, pero eran locales. Lo mejor
que tenían era el Ruso. Nosotros teníamos a Diego, nuestro Maradona. Un zurdo
que jugaba realmente bien. La primera pelota que tocó con confianza la mandó a
guardar y empato el partido. El juego se volvió trabado y otra vez quedamos
abajo. Dos goles seguidos de ellos nos dejaban 1-3. Estábamos en problemas. La
cancha era un infierno, no menos de cincuenta personas en contra. El gordo que
vendía choripanes nos gritaba de todo. Tenía puesta una musculosa azul que
dejaba ver su prominente panza. Algunas de sus frases eran realmente creativas.
Intimidantes, pero creativas.
En el segundo tiempo Dieguito se
vistió de héroe de nuevo, se puso el equipo al hombro y empato el partido 3 a 3
con dos golazos.
Ellos nerviosos, nosotros
nerviosos, el calor apretaba, el público era un fuego, el humo de los
choripanes, el partido picante, el gordo que puteaba, un centro de Román,
cabezazo del Turco, 4 a 3 y a cobrar. Le estábamos ganando al equipo del Ruso
en el medio de La villa del bajo Flores. Nunca sentí tanto miedo por mi
integridad física. “Los vamos a cagar a trompadas””La puta que te parió” era lo más liviano que nos
gritaban.
Así fue que en la jugada siguiente, simulando un rechazo al
corner, la clave en un ángulo. 4 a 4 y fin del partido. Los de mi equipo me
querían matar, pero ya tendría tiempo de explicarles.
Muy bien llevado el relato!
ResponderEliminar